Hay un objetivo, equivalente al 2,1, que resulta vital para la solidez del futuro social y económico de Europa, pero que ningún Estado miembro de la Unión respeta desde hace mucho tiempo. No estamos hablando del valor de la ratio entre deuda y producto interior bruto (PIB), sino del número medio de hijos por mujer.
Solo este objetivo garantiza un reemplazo generacional equilibrado. El descenso sistemático de la fertilidad por debajo del 2,1 se produjo entre finales de los años sesenta y principios de los ochenta en Europa occidental (en Suecia en 1969, en España en 1981). En Europa del Este, en cambio, el desplome de la fertilidad tuvo lugar un poco más tarde, después de la desmembración del bloque soviético. Hoy, el valor medio de la Unión Europea es igual a 1,6. Una fecundidad tan baja provoca la progresiva reducción de las generaciones de hijos respecto a las de sus padres. La principal consecuencia de ello, en realidad, no estriba en la reducción de la población, sino en una alteración del sistema demográfico estructural por la que el peso de la población más anciana se vuelve predominante sobre la de los más jóvenes.
En un país que mantiene una tasa de fertilidad cercana al reemplazo generacional, el aumento de la longevidad conduce gradualmente a la conquista de años de vida en edad avanzada sin que se pierda la fuerza de apoyo de la población en edad activa.
En cambio, si la tasa de fertilidad permanece significativamente por debajo del umbral del 2,1, el coste del aumento de la longevidad (en términos de seguridad social y de salud pública) se vuelve cada vez menos sostenible, puesto que la baja natalidad erosiona la columna vertebral de la población activa, debilitando así la capacidad del país para producir riqueza y bienestar.
Una confirmación del desequilibrio demográfico derivado de este proceso se aprecia en la tasa de dependencia de la población de edad avanzada —es decir, la relación entre el número de personas mayores de 65 años y la población activa—, que es particularmente elevada en Europa y está destinada a seguir aumentando, según las previsiones de Eurostat —incluida la inmigración—, desde el 30% actual hasta más del 50% a mediados de siglo.
Podemos considerar este índice como el equivalente demográfico de la deuda pública: su aumento convierte a un país en más inestable y transfiere los costes al futuro (a cargo de las nuevas generaciones).
Además, si el déficit del sector público —es decir, la divergencia del gasto anual respecto a los ingresos de un Estado— alimenta la deuda nacional, la distancia entre el número medio de hijos por mujer y el umbral de reemplazo generacional eleva la tasa de dependencia de la población anciana. Pero hoy no existe ningún pacto de estabilidad que obligue a los Estados miembros a contener esta divergencia.
Si hablamos de “déficit demográfico” para señalar cuánto se aparta la fertilidad de un país del umbral de equilibrio del 2,1, obtendremos una imagen más articulada: algunos Estados no divergen en exceso, otros han activado políticas de recuperación, y no faltan los que presentan valores distantes. El primer grupo incluye a Francia y a Suecia, con un déficit demográfico de alrededor del 0,2.
Al segundo grupo adscribimos en cambio a Alemania, que en pocos años ha reducido este déficit desde más del 0,7 hasta el 0,5. Italia y España, por su parte, muestran de forma persistente valores demográficos de entre los peores de Europa, con una distancia respecto al umbral de equilibrio por encima del 0,75.
Un pacto europeo que estableciera políticas comprometidas con la mejora de este índice ayudaría a proporcionar la imagen de una Unión Europea no preocupada únicamente por los parámetros financieros, sino también por fortalecer el modelo social común y el bienestar de las familias. La mejora de la natalidad, en efecto, va indisolublemente unida al fortalecimiento de la condición juvenil y del empleo femenino, como lo demuestran las políticas de éxito implementadas en distintos países.
De no mediar intervención para corregir este déficit, resultará cada vez más difícil equilibrar en el futuro las propias cuentas públicas.
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